Alma Delia Murillo
09/08/2014 - 12:01 am
Soberbia
Me han preguntado insistentemente mi opinión sobre el conflicto en Gaza, sobre esa guerra histórica de raíces religiosas, políticas, étnicas. Sobre sus terribles consecuencias, donde consecuencias quiere decir muerte. Ni más ni menos. Vaya tema, porque el trasfondo es complejísimo, porque entre israelíes y palestinos ocurre una guerra identitaria que difícilmente podríamos comprender de este […]
Me han preguntado insistentemente mi opinión sobre el conflicto en Gaza, sobre esa guerra histórica de raíces religiosas, políticas, étnicas. Sobre sus terribles consecuencias, donde consecuencias quiere decir muerte. Ni más ni menos.
Vaya tema, porque el trasfondo es complejísimo, porque entre israelíes y palestinos ocurre una guerra identitaria que difícilmente podríamos comprender de este lado del mundo.
Aún así traté de espabilar un poco y leer cuanto pudiera para comprender mejor, desde la Biblia hasta Noam Chomsky, pasando por algunos escritores y periodistas latinoamericanos y mexicanos, muchos mexicanos, oigan.
¿Y saben qué encontré?
Ignorancia, morbo y soberbia potenciadas en su alcance a niveles insospechados por la tecnología.
Una cantidad de fotografías perniciosas exhibiendo en diferentes sitios web el dolor de madres y padres que han perdido a sus hijos en la guerra, de niños aterrorizados y huérfanos. Frases como “asesinos de niños”, “judíos vengativos”, “inhumanos”…
Ni qué decir de las opiniones radicales y burdas desbordadas hasta el hartazgo en las redes sociales porque todos tenemos algo que decir sobre un tema del que entendemos muy poco o tal vez nada.
El hecho es que recorriendo la “información” de la red acompañada de esas imágenes de miseria y desamparo de pronto una verdad me golpeó en el pecho como un ramalazo de conciencia.
¿Y no estamos haciendo lo mismo nosotros con nuestros pueblos indígenas?
Me refiero a que los pueblos originarios, los que estaban primero que nosotros en este país, en estas tierras, han sido sometidos a un exterminio constante y consistente provocado por el abandono, la exclusión, la marginación y el hambre. Durante siglos hemos pasado por encima de su identidad (que también es la nuestra), de sus derechos, de su dignidad, de sus creencias. Los hemos sometido a una vulnerabilidad estructural donde el agua es un anhelo, la salud, el piso pavimentado, la educación, el alimento.
Nuestros pueblos indígenas ganaron oficialmente su derecho a la identidad en el año de 1989, su derecho a ser reconocidos con el carácter de pueblo. Cuesta creerlo pero es así.
Los griegos hablaban del pecado de hybris que es el pecado de la soberbia, del orgullo desmesurado. La fatídica consecuencia de la soberbia es la ceguera. Quien se embelesa consigo mismo deja de mirar y al volverse ciego se vuelve débil y su destino es trágico.
Y noto tal soberbia en nuestra necesidad de opinar y ofendernos por los conflictos internacionales que no puedo más que concluir que nos ha ocurrido eso: el pecado de hybris, el del orgullo ciego que nos impide mirarnos a nosotros mismos.
Revisé algunos datos de encuestas realizadas por el CONAPRED (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación) y sentí una profunda vergüenza.
“El 40% de los encuestados respondió que se organizaría para no permitir que un grupo de indígenas se estableciera cerca de su comunidad”
Se me secó la boca, me invadió la desolación.
¿Y nos ofendemos porque los palestinos están atrapados en un territorio en el que deberían ser libres? Y cuidado, que no estoy regateando tragedias, no digo que no debamos levantar la voz, abrir la conciencia y mostrarnos solidarios con cualquier ser humano que en cualquier lugar del mundo esté atravesando por una situación como esa.
Pero quiero insistir en lo sospechoso que resulta que escojamos las causas por las que nos manifestamos cuando suceden en otros países e ignoramos las nuestras.
Duelen tanto los más de diez mil palestinos desplazados como los dieciséis millones de indígenas mexicanos en situación de extrema pobreza o los más de veinte mil que han sido desplazados de sus comunidades por conflictos armados en estados como Chiapas, Guerrero o Oaxaca.
Y eso ocurre aquí, en el mismo país donde ustedes y yo vivimos.
Ocurre aquí, con los que dieron origen a nuestra raza. Y ocurre desde hace cientos de años.
Lo que estamos haciendo equivale a matar de hambre a nuestros padres y abuelos. A masacrar nuestra propia historia familiar, a cercenar como bárbaros salvajes la parte más artística y sensible de nuestro origen, a los que podrían ayudarnos a comprender con su cosmovisión quiénes somos y qué es esto de ser mexicanos.
Y no me estoy poniendo nacionalista pero no me tiembla la voz para decir que somos un país racista y discriminatorio y que tal conducta es una de nuestras patologías sociales más dañinas.
Otro dato del CONAPRED: “Los pueblos indígenas consideran que su principal problema es la discriminación (20%) antes que la pobreza (9%)».
Un tiro en el corazón. Eso siento. Y ganas de llorar.
Porque he visto con mis propios ojos a un incontable número de personas tener actitudes discriminatorias que harían a Dios bajar del cielo si de verdad existiera.
Los he visto sentados en los restaurantes, en los aeropuertos, en los centros comerciales, en un vagón del metro, en la calle, en el semáforo, en una oficina sentados junto a mí, compartiendo conmigo en la misma mesa, a algunos los conozco por nombre y apellido.
Me refiero a esos que miran para abajo al mesero, a la mujer que trabaja limpiando la casa aunque por fuera se muestren “caritativos”, solidarios o hasta aguerridos y furibundos defensores de la igualdad, créanme, muchos de ellos son sólo intelectuales vacíos de comprensión pero llenos de palabras y de actitudes clasistas que lastiman el alma si los tienes junto a ti y miras cómo se comportan cuando no se trata de firmar una columna, un artículo o de dar una entrevista.
Me refiero también a esos que dicen “chacha, indio, naco, criada” para referirse a todo lo que no consideran a su altura o que me han espetado un “eres morena pero no pareces mexicana” como si se tratara de un elogio porque asumen que es ofensivo parecer mexicano (indígena es lo que no se atreven a decir). A los que hablan en inglés cuando quieren hacer parecer invisible al señor maya que ronda trabajando en la casa.
A esos, mi más profunda y absoluta compasión porque siendo humanos no se enteran de lo que es ser humano y porque su ignorancia es tal que no se pueden permitir aceptar todo lo que no saben y acercarse a lo que no conocen.
Y si en esto soy fundamentalista es porque creo que ceder sería apostar por la involución. Y no lo haré.
Así que vuelvo a preguntarme qué opino del conflicto en Gaza y me devuelvo otra pregunta ¿y quién soy yo para opinar al respecto y, sobre todo, de qué le sirve mi opinión a una tragedia como ésa?
En este país hay sesenta y ocho pueblos originarios sobre los que fundamentamos la sociedad que ahora somos y nos hemos encargado de hacerlos desaparecer poco a poco matándolos de hambre e ignorándolos.
¿Se han parado en una comunidad indígena alguna vez?
Por favor, si pueden, háganlo. Verán que no exagero y que hasta estoy siendo condescendiente.
¿Que qué podemos hacer?
Las respuestas son infinitas y son de cada uno: empezando por no voltearles la cara en la calle y por dejar de referirnos a ellos como sinónimo de lo inferior, por invitar a comer a la misma mesa a la mujer mazateca, mixe o purépecha que trabaja cocinando en casa. Y lo digo por ejemplificar pero sé bien que todos sabemos lo que tenemos que hacer y que tal vez no hemos hecho.
Aquí también hay una guerra de identidad que está matando gente y lo terrible es que parece que ante eso ya estamos anestesiados y andamos buscando dolores internacionales para demostrar nuestra humanidad.
No sé qué más decir, tampoco hay mucho. Me queda pedir perdón a los que nos dieron origen y guardar silencio.
@AlmaDeliaMC
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